
-por Vicente Carballo
Estoy convencido de que en cualquier parte y en cualquier momento si somos observadores, descubriremos fenómenos y situaciones capaces de llevarnos al éxtasis de la conciencia.
El hecho que voy a referirles no parece revestir importancia alguna, si no se toman en consideración una serie de pequeños detalles que son, a la postrer, los que dan relevancia -si es que la tiene- a la totalidad del suceso. Hace algunos días regresaba a mi casa al filo de la media noche, y mientras me encaminaba hacia la puerta buscando a tientas en los bolsillos las llaves, advertí en el brevísimo tiempo en que se mantuvieron encendidas las luces del vehículo, que algo se movía erráticamente sobre el pavimento. Aproveché la luz y me incliné para ver de qué se trataba, constatando con asombro que no era otra cosa que una “simple hormiguita” que a tales horas de la noche, cargando una migaja tres o cuatro veces mayor que su cuerpo, se obstinaba en llegar a su destino. Confesando mi ignorancia, no sabía que estos insectos trabajaran hasta tales horas y en completa oscuridad. He dicho que se movía erráticamente, pero debo aclarar que, observándola más detenidamente, comprendí que esta afirmación no era más que una errónea percepción; en realidad lo que ocurría era que, dado el volumen de su impedimenta, el viento la desviaba constantemente de su rumbo y a partir de entonces no dudé de que tuviera bien definido su itinerario.
En este punto se apagaron las luces, y como para entonces ya me era casi imposible controlar mi curiosidad, entré con presteza a la casa y proveyéndome de una linterna proseguí mis indagaciones. La hormiga no pareció contrariarse lo más mínimo por mi intromisión y continuó dando tumbos hacia su ineluctable destino. En cuclillas, fascinado por la ocurrencia, dando rienda suelta a mi imaginación, las preguntas se atropellaban en mi cerebro. Sin tener respuestas inmediatas preferí la simplicidad de la observación, dejando para otro momento la gravedad de los cuestionamientos. Por lo pronto, linterna en mano, seguía su lenta trayectoria, pues como es de imaginar para un ser tan pequeño, treinta o cuarenta pies, sin entrar en el rigor del cálculo, podrían resultar millas.
Lo cierto fue que cuando por fin la obstinada obrera llegó a los confines del cemento, fue sin duda alguna cuando comenzó lo más arduo de su faena, pues el césped, en proporción con su tamaño, resultaba una jungla intransitable, y si a esto añadimos el gravamen de su embarazosa carga, la tarea parecerá virtualmente imposible. Pero contra todos los pronósticos, el maravilloso himenóptero no se detuvo en estas consideraciones, y prosiguió inmutable abriéndose paso por aquella maraña con inaudita obcecación. Una y otra vez los obstáculos la despojaban de su preciada carga y ella con paciente tenacidad la retomaba para volver casi acto seguido a la misma dificultad. Yo no podía más que reflexionar: ‘¿Qué fuerza desconocida la mueve para cumplir estoicamente una tarea que demanda tantos esfuerzos y que ha de cumplir con absoluto sentido de la responsabilidad? ¿Dónde radica el estímulo que mueve sus acciones?’ Mientras contemplaba su vía-crucis, no podía menos que sentir una mezcla de compasión y respeto por aquella minúscula heroína. Y consideraba cuán fácilmente nosotros los humanos, tenidos entre todas las especies como los que ocupamos el más alto peldaño de la creación, nos rendimos ante las adversidades y tenemos siempre a mano las más sutiles justificaciones para no llevar nuestros planes y compromisos hasta sus últimas consecuencias. Y esta diminuta gladiadora me daba lecciones que me propuse grabar como indeleble enseñanza sobre el corazón. Estuve tentado en un ímpetu de conmovida solidaridad a arrancarle los hierbajos que obstruían su curso, pero un súbito escrúpulo me detuvo la mano, y pensé: ‘Este sentimiento compasivo pudiera violentar de alguna manera los resultados de un plan diseñado a priori que rige inexorablemente funciones que mi juicio tenía la insolente intención de alterar.
Me contenté pensando que los hormigueros existen desde tiempos inmemoriales, y seguirán existiendo porque tienen que existir. Así que volví a mi papel de simple espectador, curioso por saber dónde terminaría su azarosa jornada. Para entonces comencé a ver algunas de sus compañeras que viajaban en sentido contrario, y anticipé que la covacha no debía estar muy lejos y, en efecto, nuestra hormiga llegó por fin a un claro zigzagueo bruscamente y como si estuviera totalmente segura de su territorio; dio un viraje en la confluencia de dos raíces de un corpulento encino que sombrea mi patio y en un santiamén, desapareció por una ranura. Yo quedé como en suspenso, pensando cuán interesante pudiera resultar que, como en esos cuentos infantiles donde todo es posible, hubiera podido reducir mi estatura tanto que me fuera posible, antorcha en mano, seguirla por los tenebrosos laberintos de su reino y descubrir si a su llegada era recibida con las fanfarrias y parabienes que, a mi juicio, la creí digna de merecer; o si por otra parte -lo más probable-, la odisea que acababa de realizar desde el punto de vista “hormigueril” no tenía ninguna connotación extraordinaria, sino que por el contrario, entre las miles que realizaban aquellas tareas, esto no era más que una misión tácitamente complementada. Estoy seguro que de haberla podido identificar, si me hubiera quedado junto al agujero, lo más probable es que la vería salir e iniciar nuevamente su gravosa trayectoria. Volviendo a la razón, consulté mi reloj y supe que hacía casi dos horas que había comenzado esta pendencia. Tomando la llave franquee la puerta y, tratando de no importunar a mi esposa que dormía plácidamente, me tendí en la cama, y después de algunas graves elucubraciones y de porfiar con el insomnio, me fui quedando dormido… contemplando por la ventana el tiritar de una estrella en la profundidad del firmamento.