Cada día que pasa le encuentro más valor a los prístinos ideales que implantó Jesucristo en la tierra para sus seguidores, y sin embargo, con cada nuevo amanecer hallo que nos alejamos de la estructura que Él estableció para los que escogieran su estilo de vida. En un mundo de grandes competencias, brillo que ciega, afanes desmedidos, u ostentación de dignidades no hay espacios para el lebrillo. Cuando veo videos clip de canciones preciosas, me marcan los proyectos futuristas, las rutilantes embarcaciones que se exhiben, las mansiones fastuosas donde se realizan; las bellísimas confecciones de un ropaje fuera de razón o alcance económico, los automóviles más lujosos, los aviones utilizados… Cuando observo los estilos de vida de un buen número de los pastores y dignidades eclesiásticas del presente, me esfuerzo por dilucidar donde está el mensaje del pesebre y trato de encontrar la sencillez de su noticia evangélica, y solamente puedo encontrar opulencia y exuberancia. Nada que ver con lo que aprendí cuando era niño, del estilo de vida que llevó el Nazareno a su paso por la tierra dos milenios atrás.
Sin darnos, o dándonos cuenta quizá, las clases o categorías han impuesto su sello, marcando una diferencia abismal. El portal, el establo, o la cueva de Belén, inician la lección preparada por siglos de profecía, para el que quiera seguir los pasos del más eminente de los hombres de todos los tiempos. Otros nacieron en lugares dignos, limpios, silenciosos; pero entre el heno, la excreta y olores desagradables, llegó el que cambió el mundo por amor, en un lugar insignificante de la geografía palestina. Me impresiona todavía el territorio escogido para vivir por la familia de José, pues los biblistas convienen en afirmar que aquella área nunca fue tenida como tierra hebrea. Eso lo confirma el evangelista Mateo, retomando lo que previamente había citado el profeta Isaías: “…Galilea de los gentiles; el pueblo asentado en tinieblas vio gran luz; y a los sentados en región y sombra de muerte, luz les esclareció…” Y en Nazaret, pequeño villorrio del norte de la tierra santa que fue motivo de sorpresa para Natanael, desarrolló habilidades en un oficio rústico como la carpintería, en los albores de la era cristiana, el Hijo de Dios. Cuando estudié su Palabra, le vi realizar su primer milagro en una cita social de campesinos, aunque sea increíble para algunos; pero Jesús cumplía rigores sociales y comunitarios. No estaba ajeno a lo que sucedía a su alrededor. Quizá el casamentero pudo ser compañero de estudios en sus clases con su rabino instructor, o la chica haber sido su amiga de la infancia. Esas u otras pudieran ser la causa de su presencia, lo cierto es que allí estaba la esperanza del mundo cuando el vino se acabó, lo que ratifica que era una boda de personas poco pudientes. Nadie puede imaginar o interpretar el texto con cordura, pensando que a gente poderosa les faltaría algo tan elemental en celebraciones de tanto vuelo, como las nupcias de una doncella. A partir de ahí siempre estuvo ligado a personas de escaso nivel, o marginales de su época, llevándose el calificativo de “…amigo de publicanos y pecadores…”.
Siguiendo sus pasos a través de la Palabra, he visto que en situaciones extremas, hablaba como que sus recursos eran limitados: “…que no tenía donde reclinar su cabeza…”, dándonos una idea de su estilo y fórmula de vida. Le vi aceptar besos cargados de lágrimas de la pecadora que ungía sus polvorientos pies, calzados con sandalias –hoy motivo de discordias su uso en nuestro medio–, mientras los limpiaba, en la casa del eminente Simón, anfitrión del Maestro. No hubo rechazo, ni reprimendas. Sus palabras estuvieron cargadas de absolución y bondad extrema a un ser abrumado por las fatigas. Todavía permanecen inmortales aquellos vocablos recogidos por el evangelista Lucas: “…los pecados te son perdonados…”
Los hombres de su época nunca entendieron bien estas palabras, como tampoco las generaciones actuales asimilan que los admiradores y seguidores de Jesús deben comprender la grandeza del lebrillo.
Pero ¿qué es un lebrillo? Lo podemos definir como una vasija de barro vidriado, de plata u otro metal, más ancha por el borde que por el fondo, y que sirve para lavar ropa, para baños de pies y otros usos. En ese detalle hay un hecho trascendental para el cuerpo dirigente de cualquier misión cristiana, o practicante de la autoridad que se ejerce en el nombre de Jesús. Él nos dijo: “…los reyes de las gentes se enseñorean de ellas; y los que sobre ellas tienen potestad, son llamados bienhechores: mas vosotros, no así: antes el que es mayor entre vosotros, sea como el más mozo; y el que es príncipe, como el que sirve… y yo soy entre vosotros como el que sirve…”
Su última labor, antes de pasar al sagrado acto de la redención, después de su cena final con los suyos, fue lavarles los pies. En ese momento se levantó, y según Juan, se quitó sus ropas –esto no debe entenderse como nudismo, sino que se alivió del atavío que lo molestaría para el ejercicio de humildad que habría de realizar–, y tomando una toalla se ciñó con ella. El lebrillo estaba allí y Él lo llenó de agua, e inclinándose, comenzó su labor notable, limpiando los pies de sus discípulos, secándolos con la toalla con la que estaba ceñido, diciendo para la posteridad: “…porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis…” Esa es la lección del lebrillo.
El ministerio de Jesús difiere mucho de la práctica actual, donde su enseñanza se ha distorsionado por el paso de los siglos; aunque algunos de sus seguidores se esfuerzan por poner en práctica en el presente sus recomendaciones. Hace un tiempo participé como espectador, de una ceremonia de lavamientos de pies, en una iglesia cuyo pastor es amigo mío. Lo realizado me cautivó, pues se acerca mucho al ejemplo del Maestro; mucho más que lo que realizamos los que componen la fe que practico. Aquel pastor, terminada la comunión, tomó una vasija y una toalla, y él solo pasó banca por banca, en una inmensa iglesia, y lavó los pies de todos sus directivos, hasta el más insignificante de sus miembros. Así lo hizo Jesús, así lo imitó mi amigo el pastor. Mientras le veía, comprendía con dolor, que más allá de algunas diferencias doctrinales, en ese particular, aquel cristiano iba delante de mí y de los míos; pues al realizar esa solemne ceremonia lo hacemos por categorías o dignidades. El protocolo de mi iglesia que he visto siempre, exige que el lavamiento de pies se haga por grados eclesiásticos; todo diferente a lo que Jesús nos enseñó. Pedro entendía lo contrario a lo hecho por el Maestro y fue reprendido, porque el lebrillo nos muestra al Rey de la creación inclinado ante sus hijos, y porque la verdadera grandeza de los hombres, está invertida entre los seguidores de Jesucristo; donde los grandes son los que deben servir y limpiar los pies de los pequeños. ¡Cuánto me gustaría que eso se comprendiera para asemejarnos más al Maestro!
Cuando surgió la categoría del diaconado en la iglesia primitiva, fueron llamados para servir a las mesas, y no para ser servidos, hombres llenos del Espíritu Santo. Las dignidades en el mundo cristiano estarán siempre sujetas a la pirámide invertida; esa que nos enseñó el Maestro. Así debe ser, así es como a Él le agrada, así tiene que ser nuestra práctica cuando seamos llamados a ocupar responsabilidades. Servir con humildad y cuidando a los que andan por la vida observando nuestra conducta; para que los hombres glorifiquen al Padre de la Gloria, por hijos que entendieron el mensaje correctamente. No impongo nada, solo sugiero y analizo que el verdadero cristiano se conoce por su servicio, por su hospitalidad, por su equilibrio, porque cualquier huésped puede ser un ángel que nos visita.
Hoy nuestro léxico sugiere palangana, vasija, olla, tazón, cubeta, jofaina, o cualquier otro nombre, y nunca decimos lebrillo; pero proporcionan los mismos efectos y utilidades que el lebrillo. Si Dios te permite tener alguna responsabilidad en su mundo espiritual y otros no descienden de su altura, tú mira hacia abajo, recordando aquel pensamiento de decenas de años: “…cuando Ud. cree que ha llegado a un punto tan alto en la vida, y piensa que no puede caer, ese es el tiempo cuando caerá…”. La altura generalmente da vértigos; pero cuando está equilibrada en el amor y sostenida por el ejemplo de Jesús, nunca, y repito, nunca, habrá dilemas en tu futuro. Piensa en el lebrillo, él tendrá la respuesta de tu éxito para agradar a Dios, porque con Él los grandes crecen con raíces profundas, en humildad, lavando pies, cuidando heridas, dándole al mundo las virtudes que hoy escasean. No olvides que el lebrillo encierra una metáfora, y mientras más grande seas en cualquier esfera del mundo cristiano, menos erguida debe ser tu cabeza. Al menos, es esa mi modesta opinión.
Dr. Sergio de la C. González
Hermano sergio, desde que vi el titulo supe que era suyo, hermoso como siempre, pero que dificil alcanzarlo por nuestra naturaleza humana! Dios bendiga sus manos! A jason le encantan! Carinos a su familia!