Cuando a mis padres los trasladaron de Union City, Nueva Jersey a Tampa, Florida, Daniel y yo fuimos a vivir un tiempo con ellos. Estando viviendo ahí salí embarazada de nuestro tercer hijo. ¡Qué experiencias más maravillosas tenemos las mujeres! Nuestros hijos, cargándolos dentro de nosotros por nueve meses, y qué manera de quererlos sin conocerlos. Cuando ya llegó el tiempo, se presentó el nacimiento, tuve un parto normal. Un niño saludable y hermoso, a quien le pusimos por nombre James.
¡Qué excelencia de destreza! Aun sin ser instruidas para ser madres, nos desenvolvemos de una forma increíble para educar y cuidar de esos pedacitos inocentes, que dependen enteramente de nosotras. Estos son los bellos momentos, que vivimos intensamente, sabiendo o sintiendo que ellos son el don más preciado de la vida. Es lo que más amamos. Hacemos lo que tengamos que hacer por el bien de ellos, y sacamos fuerzas, cuando sentimos que se nos agotan, para luchar por ellos. Mi papá me decía que yo era como una gata con sus gatitos, dispuesta a sacar las uñas y rasguñar a cualquiera por ellos. Yo digo que no he sido la madre perfecta, pero sí puedo decir que me he entregado toda en cada acto que he realizado para cuidarlos. Siempre he dicho que cuando ellos nacen es trabajo de toda la vida, no solamente de unos cuantos años, nunca se termina, pues aunque los veamos grandes y realizados, sentimos en nuestro interior que todavía son nuestros pequeños niños indefensos, que necesitan de nosotros sus padres. Después vienen los nietos, y así nuestra vida se amplía con cada uno de ellos.
Que tristeza cuando se enfermaban, cuando se negaban a comer, o cuando ya crecidos comenzaron a tomar sus propias decisiones, he tenido que orar mucho, para que se mantengan con la fe en Dios en sus corazones, que desde pequeños le hemos enseñado, y sigan el buen camino que los llevará al cielo. Bendito sea el Señor quien es el que siempre me ha auxiliado, cuando por momentos creía que no podía.
Ya tenía tres hijos, Marilyn, mi primogénita, Isaac, a quien cariñosamente le decimos Macho, y James. Tengo tantas experiencias y anécdotas de ellos, que nunca podré olvidar. Y fluyen los recuerdos. James fue el más intranquilo de todos, parecía que tenía azogue. También fue el más romántico. Él era el que me escribía poesías en la escuela y me las traía. Fue el más apegado a mí. Todos son diferentes, y aprendí que hay que tratar a cada uno según su carácter.
Recuerdo que en ese tiempo estábamos cuidando a un hijo del matrimonio José y Paula Salas, que estaban trabajando fielmente en la obra de Dios, llevando el mensaje a las almas que no conocían del Señor. Florentino Salas, a quien quise mucho, así que eran cuatro niños. No era fácil, pero Dios me auxiliaba en todo. Glorificado sea por los siglos de los siglos.
Continuará…