-Por Yesenia Torres
En memoria a todas esas mujeres que hasta el último momento de sus vidas, hasta donde su salud precaria y otras circunstancias difíciles les permitieron no olvidaron lo que eran, nuestros ángeles, nuestras madres.
Era una alumna del kínder con ojos grandes y expresivos, con su ropita siempre muy limpia, planchadita y con su cabello recogido con listones de colores en trencitas. Todas las maestras de la escuela pasarla por alto no podían. Es por eso que cuando de repente comenzó a llevar su ropita no sucia pero si mal planchada y casi sueltas sus trencitas, la quisieron interrogar y hasta peinar pero ella se negaba a dejarse tocar el cabello diciendo que así la había peinado su mamita.
La consejera Catalina llamó a la pequeña alumna a su oficina y entre dibujos y colores interrogó a la niña para saber si en la casa de algún abuso o abandono sufría. Más a cada pregunta la niña solo decía que era feliz y que en su casa todos la querían especialmente su mamita que últimamente estaba enfermita.
La consejera no se dio por vencida y llamó a la hermana mayor de la niña. Con ella la consejera fue más directa y hasta algo amenazante en sus preguntas. “¿Alguien en tu familia es alcohólico, usa drogas o es violento? ¿Ha habido algún cambio radical en tu familia?”
La joven sin perder su compostura callaba ante el desborde de preguntas. La consejera ante el silencio de la joven continuó diciendo: “Tu hermanita a la escuela siempre venía con su ropita bien planchadita y sus cabellos apretados con listones de colores en trencitas. Últimamente hemos observado un descuido en ella. Alguien de tu familia es responsable de tanta indiferencia. “
La hermana mayor y protectora de su hermanita con prudencia escuchó aquellas palabras atacantes e hirientes hacia su familia. Cuando la consejera dejó de hablar la joven extrajo de su bolso varios documentos y los puso sobre el escritorio. Eran del Hospital MD Anderson de Cáncer. La consejera los leyó y al terminar solo dijo: “Lo siento mucho.” Se quitó sus espejuelos y en su rostro se dibujó algo de confusión, como si aquellos documentos no fueran suficientes para excusar su investigación.
La jovencita estudio el rostro de la consejera y antes de que esta expresara su desconcierto comenzó a hablar estas palabras: “Nuestra madre siempre a la escuela nos ha enviado con zapatos y ropa limpia y bien planchada y nuestros cabellos adecuadamente peinados.” Hizo una pausa y después continúo diciendo:
“Yo sé que usted piensa que yo soy la culpable de que mi hermanita ahora venga a la escuela con su ropita no bien planchada y con sus trencitas no bien apretadas en listones de colores. Y es la verdad yo soy la culpable y no me avergüenzo. La razón es porque solo me ha bastado una vez el escuchar el ruego de mi madre enferma para saber que debo dejarla que siga haciendo sus tareas como madre para hacerla feliz. A ella solo le quedan pocos días de vida e insiste en planchar las falditas y hacerle trencitas a mi hermanita. Sus manos ya casi no tienen energía, casi le toma una hora en planchar cada pieza y es obvio que en trenzar el cabello de mi hermanita se cansa. Mas, su rostro le cambia del dolor angustioso del cáncer a sonrisas de satisfacción mientras con un esfuerzo sobrenatural cumple con lo que ella dice es su tarea como madre. Dígame, señora consejera ¿Sería usted capaz de arrancar de una madre su último deseo? ¿Sería usted capaz de borrar las ultimas huellas de amor de una madre moribunda? La niña que ustedes han visto últimamente con su ropita mal planchada y sus trencitas casi sueltas creo que es la niña más feliz de esta escuela. No es falta de atención lo que usted ha visto en mi hermanita sino las impresiones de unas manos débiles pero santas de una madre. Para mí y para mi familia esa ropita es la mejor planchada del mundo porque es el resultado del esfuerzo de las manos de una madre moribunda. Oh, y esas trencitas que ya no están tan apretadas con listones de colores son el estilo del peinado más honorable del mundo porque en ellas van entrelazadas las huellas de los dedos de mi madre que aun en medio del dolor solo saben destilar amor. Una vez más le digo, yo y solamente yo soy la culpable en permitir todo esto, pero lo hago por ver el rostro sonriente de mi madre que no sé por cuánto tiempo pueda contemplar.
Ante estas palabras, la consejera se levantó y estrechó en sus brazos a la joven hermana mayor de la niñita tan admirada y querida en aquella escuelita. Sus palabras de disculpa se ahogaban entre un llanto incontenible. Esa misma tarde en una reunión de la escuela la directora y algunos maestros supieron que la niña de ojos grandes del salón 101 era una niña muy bien atendida y querida en su familia.
A los pocos días la niñita comenzó a ir de nuevo a la escuela con su ropita bien planchadita y bien hechas sus trencitas, todos rápidamente se dieron cuenta de lo que sucedía. La madrecita abnegada perdía su batalla contra el cáncer y de su cama levantarse no podía para planchar la ropita y a hacerle las trencitas a su hijita. Ahora la hermana mayor se encargaba de su hermanita. De repente a la escuela la niña no vino por tres días. Una amiga de la familia explicó en la escuela que la iglesia preparaba una sagrada despedida para aquella madre que había sin duda tocado corazones más allá de los de su familia.
“Oí una voz que desde el cielo me decía: Escribe: Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen.” (Apocalipsis. 14:13)