Del occidente cubano en tierras bañadas por las aguas del estrecho de la Florida, con historias marcadas por personalidades y acontecimientos como el renombrado escritor Cirilo Villaverde; la Enmienda Platt por Bahía Honda, puerto seguro en forma de bolsa; o la distinción del Pan de Guajaibón como lo más alto de su geografía, desde allí saldría el tronco generador de una familia que ha sido ilustre por sus memorias en las filas de la iglesia Soldados de la Cruz de Cristo, en la persona del evangelista en labores y accionar, el finado Superintendente Eleovaldo Cabrera. Nexos entre jóvenes vecinos propiciaron el amor, y la bella señorita Luisa Hernández unió su vida al gallardo Eleovaldo, no sólo en sus vidas, sino en sus ideales también al arribo del año 1941 cuando abrazaron la doctrina predicada por los misioneros de la organización.
Y en esa vida compleja de entrega y limitaciones por el servicio al Señor, fue creciendo una vasta prole de siete hijos. Entre estos, el día 11 de mayo de 1945 en Zulueta, en la antigua provincia de Las Villas, en Cuba, abría sus ojos al mundo una criatura a la que nombraron Ela Cabrera Hernández. Y junto a sus hermanitos y hermanitas, Eliel, Lidia, Ada, Anna, Elda y Elio crecieron en la cobertura de sus amantes padres.
Y creciendo en gracia, en su adolescencia primaria a sus doce años decidió seguir la senda de padres y abuelos rindiendo su vida al Señor en mayo de 1959. Su unción relevante habla de un amor extraordinario del Creador de la Vida para su persona. Así decía el mensaje recibido en oración por su abuelo el apóstol Ángel María Hernández: “Te amo Ela, y si tuviera alma, la daría por ti, aunque en ti soy Alma y en ti soy Espíritu. Te amo, te amo”.
Y por siete años misionó en lugares disimiles como Batabanó al sur de La Habana, o en las negras tierras de Diago, en el puerto La Coloma, La Lisa, entre otros muchos sitios donde desbordó lozanía y juventud destacándose en la campaña de Evangelización y Sanidad Divina junto a su padre. Dificultades propias de una compleja época, facilitaron su ausencia por un tiempo de su militancia activa, y es en esa época cuando conoce a Ciro Martínez, uniéndose en matrimonio con él, con el fruto de tres hijos que aún le sobreviven: Alberto, Mahalis y Osvaldo, herencia de Viñales, bellísimo lugar en la topografía pinareña.
Quienes la conocimos la recordamos como la mujer apacible, laboriosa, humilde, atenta a los detalles nimios y muy valiente, extremadamente valiente, que sin quejas ni reproches enfrentó la adversidad con hidalguía educando a sus hijos trabajando fuerte y sostenidamente.
Entre sus tantas virtudes, había una muy peculiar con la que destacaba entre los suyos: Amaba mucho a su familia. Y entre sus memorias, quedó algo escrito que amerita conocerse: Expresó: “Somos una tribu donde se multiplica la alegría y se dividen los dolores. Una tribu que permanece unida porque es más el amor que nos une que la distancia que nos separa, la tribu de Eleovaldo Cabrera”. Así definía las relaciones de una vasta familia, que años más tarde en las segundas nupcias de su padre añadiría dos hermanos más a la progenie. Estos fueron Isaí e Isi.
Ela fue hija, madre, abuela de cinco nietos, Claudia, Andy, Jisel, Aniel y Adiel, hermana, tía de innumerables sobrinos y sobrinas, muy amada de quienes hoy se unen tratando de llenar un espacio que nunca podrá salvarse, por las cualidades humanas y cristianas de quien nos dejó temporalmente.
Y un día del año 1995, decidió misionar de nuevo con la adultez madura de un servicio para siempre, retomando su cruz hasta su último suspiro. Y las memorias están frescas de su paso por la obra en Arroyo Naranjo, en un sitio llamado Los Pinos que lideró con amor especial, ganando almas, uniendo familias, trabajando todo el tiempo por el rebaño de Cristo.
En el año 2015 decide venir para la Unión Americana, ya marcada por un flagelo que finalmente puso fin a sus días el 20 de noviembre del presente año en la ciudad de Tampa, rodeada del amor de sus íntimos que velaron y cuidaron su gastada anatomía hasta el final.
Ella fue llamada al descanso, que ya le era necesario, pues a su siervo y pastor le había comentado que le rogara a Dios por su partida. Y al Padre le plugo recogerla en paz con un testimonio de cielo inmenso y una esperanza eterna con convicciones hasta aquel día que despertará para encontrarse con su Maestro a la final trompeta en nubes de gloria. Hasta entonces querida Ela te decimos, hasta luego, porque Dios mediante nos veremos otra vez en la nueva Jerusalén.
Dr. Sergio de la C. González.
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