Proclamación presidencial de Acción de Gracias

En este día nacional de acción de gracias nos ha parecido bueno  publicar la  primera y segunda proclamación presidencial de Acción de Gracias emitida la primera el 3 de octubre de 1789, por George Washington.  Y la segunda el 3 de octubre de 1863, por el Presidente Abraham Lincoln, mientras la nación se encontraba en medio de la Guerra Civil.  Pedimos a Dios que en estos días de celebraciones, todos nuestros amigos y hermanos en la fe puedan disfrutar del amor de Dios y de sus familiares y amigos y que puedan realmente entender todo aquello por lo que debemos estar agradecidos recordando que “Ningún consejo humano ha ideado estas grandes cosas, tampoco ninguna mano mortal las ha trabajado. Éstos son los regalos generosos del Dios Todopoderoso, Quien, mientras nos trata con Su ira por nuestros pecados, ha recordado Su misericordia”.

Nuestra oración es que Dios en su gran misericordia, derrame de sus bendiciones sobre todos nuestros amigos, sobre nuestras familias, sobre su iglesia y sobre esta nación este Día de Acción de Gracias.

La proclamación de Acción de Gracias
de George Washington

Por cuanto es deber de todas las naciones reconocer la providencia de Dios Todopoderoso, obedecer su voluntad, agradecerle por sus beneficios, y humildemente implorar su protección y favor; y por cuanto ambas Cámaras del Congreso, por voto unánime, me han solicitado “que recomiende al pueblo de los Estados Unidos que observe un día de agradecimiento y oración públicos, que se haga reconociendo con corazón agradecido los muchos favores concedidos por Dios Todopoderoso, especialmente la oportunidad de establecer pacíficamente una forma de gobierno para su seguridad y felicidad”.

Por tanto, ahora, recomiendo y designo, que el próximo jueves 26 de noviembre se dedique por este pueblo de los Estados Unidos como servicio de este gran y glorioso Ser que es el misericordioso Autor de todo bien que ha sido, que es, o que será; para que todos nos unamos en rendirle nuestro sincero y humilde agradecimiento por su bondadoso cuidado y protección del pueblo de este país antes de que llegara a ser una nación; por las múltiples misericordias y por el gran grado de tranquilidad, unión, y abundancia que desde entonces hemos gozado; por la racional y pacífica manera en que hemos podido establecer la constitución de gobierno para nuestra seguridad y felicidad, y particularmente la ahora nacional instituida libertad civil y religiosa con la que hemos sido bendecidos, y los medios que tenemos de adquirir y difundir conocimiento útil; y, en general, por todos los grandes y múltiples favores con los que le ha placido conferirnos.

Y también que podamos unirnos humildemente en ofrecer nuestras oraciones y súplicas al gran Señor y Gobernador de las Naciones y rogarle que perdone nuestras transgresiones nacionales y también otras; que nos ayude, en público o en privado, a ejercer nuestros varios y respectivos deberes debida y puntualmente; que conceda que nuestro gobierno sea de bendición a todas las

personas para que siempre sea un gobierno de leyes sabias, justas, y constitucionales, que discreta y fielmente sean ejecutadas y obedecidas; que proteja y dirija a toda soberanía y a todas naciones (especialmente las que nos han mostrado bondad), y que las bendiga con buen gobierno, paz, y concordia; que promueva el conocimiento y la práctica de verdadera religión y virtud, y que aumente la ciencia entre ellos y nosotros; y, en general, que conceda a toda la humanidad tal grado de prosperidad temporal como sólo Él sabe que mejor nos conviene.

Por mi puño y mano, en la ciudad de Nueva York, el 3 de octubre, d.C., 1789.

(firmado)

G. Washington

La proclamación de Acción de Gracias
de Abraham Lincoln

“El año que se acerca hacia su cierre ha estado lleno de las bendiciones de años fructíferos y de cielos sanos. A estos regalos, que constantemente se disfrutan y que estamos listos para olvidar la Fuente de donde provienen, otros han sido agregados, que son de una naturaleza extraordinaria, que penetran y suavizan aun el corazón que habitualmente es insensible a la siempre observadora providencia de Dios Todopoderoso.

En medio de una guerra civil de una magnitud y severidad inigualable, que en algunas ocasiones parecería que invita a Estados extranjeros y provoca sus agresiones, la paz ha sido preservada con todas las naciones, el orden se ha mantenido, las leyes han sido respetadas y obedecidas y la armonía ha prevalecido por todas partes, excepto en el foro de los conflictos militares, mientras el foro ha sido grandemente contratado por los ejércitos y la naval de la Unión que avanzan.

La desviación necesaria de una riqueza y fortaleza de los campos de la industria pacífica hacia la defensa nacional no han detenido el arado, el transporte, o el barco; el hacha ha ensanchado las fronteras de nuestros asentamientos y las minas, tanto las de acero como de carbón y de metales preciosos, han dado mayor abundancia que antes. La población, de manera estable, ha incrementado, a pesar del desperdicio que se ha hecho en el campo, en los sitios, en los campos de batalla y en el país, regocijando en la conciencia de la fortaleza y del vigor aumentado, es permitido esperar a que continúen los años con un aumento de la libertad.

Ningún consejo humano ha ideado estas grandes cosas, tampoco ninguna mano mortal las ha trabajado. Éstos son los regalos generosos del Dios Todopoderoso, Quien, mientras nos trata con Su ira por nuestros pecados, ha recordado Su misericordia.

Me ha parecido bien, y adecuado, que Dios sea reconocido de manera solemne, reverente y con gratitud, como con un corazón y una voz por toda la gente Americana. Por lo tanto, invito a todos mis conciudadanos en todas partes de los Estados Unidos, y también a aquellos que estarán en alta mar y aquellos que se encuentran viajando en tierras extranjeras, que separen y observen el último jueves de noviembre, un Día de Acción de Gracias y alabanza a nuestro Padre benéfico que mora en los Cielos. Y les recomiendo que mientras se le ofrece lo que justamente se le debe a Él por tan única liberación y por las bendiciones que ellos también han recibido, con humilde penitencia por nuestra perversión y desobediencia nacional, encomendemos a Su cuidado amoroso a todos aquellos que son viudos, o viudas, huérfanos, dolientes o sufrientes en esta lamentable lucha civil en la que estamos inevitablemente involucrados, e imploremos fervientemente la interposición de la Mano Poderosa para sanar las heridas de la nación y restaurarla, tanto como sea consistente con el propósito Divino, a la plenitud del gozo, de la paz, armonía, tranquilidad y unión".

[Firmado]

A. Lincoln

El laberinto de las coincidencias

-por Vicente Carballo

Hace unos días llegó a mi casa un amigo que tiene ínfulas de filósofo, y tuve la mala fortuna de que hiciera su aparición, cuando me disponía a cumplir con uno de los reglamentos del Manual del Vagabundo, que establece que para mantener en vigencia la membresía de la orden, es menester comer sardinas al menos tres veces a la semana. Y sépase que esto es un asunto de conciencia, pues no existe forma de hacer cumplir esta ordenanza por parte de la confraternidad.

Les contaba que llega este individuo cuando tengo el recipiente ovalado sobre la mesa y corto una cebolla en ruedas –único aderezo permitido por la orden-; estoy a punto de vaciar el contenido en la sartén, cuando el visitante me interrumpe con premura, como si advirtiera que estoy a punto de cometer un sacrilegio.

-¡Espera!… ¡Espera! –me dice. Me ordena casi a tomar asiento. Obedezco presa de la curiosidad, pues no logro imaginar qué es esto tan importante que quiere decirme. Entonces, adoptando un aire reflexivo, comienza con una pregunta:

-¿Te has imaginado que el acto que vas a consumar está precedido por una casi infinita multitud de coincidencias inextricables?

Quedo como en suspenso, esperando que simplifique el concepto. Él prosigue con estudiada parsimonia:

-Sí, así es en efecto. Esos pescaditos apretujados en el recipiente metálico, nadaban a su albedrío en la amplitud del océano. De hecho, es casi inverosímil ver cómo se mueven los cardúmenes, con una pasmosa simultaneidad, sin que podamos advertir cómo se dirigen estas fantásticas coreografías. He oído decir que estos desplazamientos crean un efecto hipnótico que desorienta a sus perseguidores. Me es difícil creerlo por resultar demasiado sofisticado. Pero bueno, el hecho es que dentro de aquella incalculable multitud, estas que estabas a punto de devorar, se movían con absoluta libertad; podían haber tomado un rumbo u otro sin que nadie se los impidiera, pero ese día, coincidentemente, entre otras cientos de miles, se hallaban dentro de los parámetros del chinchorro del navío. Ahí da comienzo una larga sucesión de hechos que se sumarán a la increíble cadena de acontecimientos, que hacen posible que hoy estén sobre tu mesa. Una vez atrapadas tus veintidós sardinas, irán a parar a la bodega del barco a engrosar el cargamento de quizás millones de sus congéneres. Llevadas a la planta procesadora donde se integrarán a la pesca total de algunos días, cuyas proporciones son inimaginables.

En este instante, el aprendiz de filósofo toma el recipiente con cuidado para no untar las yemas de sus dedos de la sustancia entomatada, y después de leer la procedencia del producto, el cual resulta venir de Noruega, continúa su disertación y observa que todo este fenómeno ocurre en el extremo opuesto del planeta. Hecha esta salvedad, prosigue:

El manual del vagabundo (6)

El manual del vagabundo

Vicente Carballo


Continuación del capítulo anterior…

Supongo que todos pensaban que esa noche sería llevado a los tribunales una vez llegara el viejo, pero no ocurrió así, sino que, por otra parte, mi papá, extrañamente, no me tomó en cuenta. Era quizás el más extremo de sus recursos de castigo, el hacerme creer que había dejado de formar parte de la familia. Y esta actitud estuvo tan bien representada, que lo llegué a creer. A tal punto, que cuando uno de mis hermanos me contó que él había comentado frente a ellos que ya no me tenía como su hijo, lo creí. Y a partir de ese momento, decidí que debía desplegar las alas. Ahora sí para siempre. Si mi primera fuga tuvo que ver con el castigo excesivo del cuerpo, ahora las laceraciones las recibía en el corazón. Sentí que súbitamente yo dejaba atrás mi infancia, y que debía, para sobrevivir aquella honda caída del alma, hacerme fuerte de alguna manera. Pensé que aunque mi primera aventura pudiera parecer un fracaso, no lo era del todo. Había adquirido un sinnúmero de experiencias, y más que nada, el encuentro extraordinario con aquel hombre que me trató con afecto y me hizo saber que existen otros caminos. Y más que nada, ahora tenía en mi posesión el Manual del Vagabundo, que significaba para mí la más preciada adquisición, pues, aunque aún no lo había podido leer con tranquilidad de espíritu, a mi ver necesaria, bastaban unos vistazos a algunas de sus páginas para sentirme seguro de que había encontrado mi verdadera vocación. Yo era, y seguiría siendo para siempre, en las dimensiones del espíritu, como un pájaro. Así que supe que ya no debía permanecer allí. Mantuve mis bártulos cerca. Y un par de días más tarde, reanudaría mi viaje. Ahora tendrían que pasar dieciocho largos años antes de que volviera a poner los pies en los dinteles de lo que fue mi casa.

En esta segunda fuga, tenía como escudo las recomendaciones del Manual, que transcribiré aquí, y que formarán parte integral de mi conciencia para el resto de la vida.

«No te avergüences de profesar un estilo de vida que han seguido muchos varones ilustres. Vagabundo es el que vaga, y quien lo haga con cierta dignidad, sin ser carga para nadie, viviendo del usufructo de un trabajo honrado, porque vagabundo no es sinónimo de mendigo. Pero que ese trabajo sea siempre temporal –esporádico diríamos-, porque si te detienes demasiado echarás raíces, y pondrás en peligro tu identidad.

»Como Mercurio, ponle alas a tus pies. “Romero que cruza siempre por caminos nuevos” (León Felipe).

-Fin de la primera parte-

Aviso:

Puedes leer la primera parte completa en el Rincón de los Libros haciendo clic aquí o para descargarla puedes visitar este enlace. Prohibida la reproducción o distribución de este material sin previo permiso del autor. Para obtener el permiso del autor para la distribución de este libro, puede enviarnos un email a rincon@rincondeamistad.com

El manual del vagabundo (5)

El manual del vagabundo

Vicente Carballo


Continuación del capítulo anterior…

Al oscurecer, me fui de allí, convencido de que detrás de bastidores debía encontrarse una bien aceitada maquinaria represiva. La señora me llevó a su casa, y por unas horas viví en el paraíso, disfrutando del confort -desconocido para mí hasta entonces- de lo que debía ser una vida familiar. Vi televisión. Comí un potaje que me resultaba delicioso. Los hijos de Bárbara resultaron ser dos muchachos bobalicones que no parecían haber asomado las narices jamás a lo que era la efervescencia de la vida. Al día siguiente, bañado, comido y bien dormido, volvimos al cuartel o prefectura alrededor de las once de la mañana. Más o menos una hora después, llegó un oficial con uniforme verde olivo, que lo identificaba como un rebelde, que era como se llamaban entonces a los que combatieron durante la revolución. Le hicieron entrega allí de algunos documentos, y acto seguido, trajeron de la parte trasera del edificio, dos detenidos maniatados. Uno, cuya edad debía andar por los sesenta, de rostro demacrado, y noté que en el pómulo derecho tenía una laceración reciente, caminaba con paso lento, pero llevaba erguido el rostro. En una actitud resuelta, su acompañante, por otra parte era joven, que no debía pasar de los veinte años, traía la camisa rota y venía descalzo. Cuando el viejo llegó al salón, recorrió con la mirada los contornos, haciendo contacto visual con los presentes, y con inaudita resolución, comenzó a hablar con voz firme y desafiante.

-¡Todos los que ven aquí son unos esbirros abusadores! ¡Miren, me han golpeado. Hace dos días que no nos dan ni agua!

Los presentes, aun los guardias, quedaron perplejos por el enconoso exabrupto. El que lo había traído hasta allí trató de sacarlo a empellones, pero el reo se resistía, arreciando en sus ataques verbales. El oficial que venía por ellos trataba de calmarlo.

-Ya, abuelo, cálmese. Dígame, ¿quién le ha golpeado?

Bajando el tono, el hombre, al oír una voz solidaria, mirándole a los ojos, acusó a un tal custodio de nombre Rufino, y relató el infierno que había sufrido bajo el poder del, según él, despreciable sujeto. El uniformado, volviéndose al carpeta, lo apostrofó con palabras altisonantes.

-¡Sepa, compañero, que esta revolución se hizo para obrar con justicia! Y que yo personalmente voy a elevar esta queja al estado mayor, y caiga quien caiga, se hará justicia.

Estas palabras pusieron una sonrisa de simpatía en algunos de los que visitaban el lugar por razones diversas. Todo volvió a lo ‘normal’, y fue entonces que supe que abandonaba el lugar en compañía de los prisioneros. Se me indicó que saliera. Ya en la calle, subí en la parte delantera de un jeep del ejército, junto a los esposados y un custodio en los asientos traseros. Con el conato de la víspera, olvidé despedirme y expresar mi agradecimiento a Bárbara, y le rogué al teniente que lo hiciera la próxima vez que volviera por allí. El vehículo emprendió la marcha, y hasta ese momento creí cándidamente que me llevarían a Cevallos. Pero poco a poco de andar, el oficial me notificó que nos dirigíamos a Camagüey, o sea, a mi casa. Traté de explicarle porqué me negaba regresar a mi familia, e inclusive, le mostré las piernas, donde eran aún visibles los verdugones dejados por la correa en la última tunda. Se mostró compasivo, pero esto, ni los temores de que me molerían a palos si regresaba, hacían cambiar su resolución. Trataba de asegurarme de que nada me pasaría, que él hablaría con mis padres y les haría saber que no me podrían maltratar. Yo pensaba para mis adentros: «¡Qué poco conoces a los míos! Una vez que hayas abandonado la puerta de mi casa, se olvidarán de tus recomendaciones o amenazas.» De más está decir que el resto del viaje resultó agonizante. Tenía la esperanza de que se detuvieran en algún lugar y poner, como se dice: ‘pie en polvorosa’, pero mis esperanzas se desvanecieron totalmente cuando hicimos la entrada a los primeros edificios de los suburbios de la ciudad. Ahí me preguntó el guardia que si sabía cómo llegar a mi casa. Contesté afirmativamente y a partir de entonces le fui guiando hasta los arrabales, para agravar aun más mi crítica situación.

Había llovido y aún continuaba lloviznando, y las vías de acceso hacia mi domicilio estaban poco menos que intransitables, y esto pareció poner de mal genio al chofer que, visiblemente contrariado, empezó a proferir improperios y a perder la paciencia. Yo traducía esto como un gravamen para mi caso, pues si llegaba a entregarme en tan mala disposición, es probable que no fuera tan eficaz su defensa en mi caso. Y con estas preocupaciones, hicimos entrada a mis dominios. Una vez allí, descendimos del vehículo, y tomándome del brazo, me condujo hasta la puerta. Ya para entonces, empezaron a asomarse las cabezas de mis hermanos, que nos observaban con asombro y temor. Apareció mi madrastra con rostro desencajado, como si estuviera a punto de desentrañar un enigma fatídico. Era bizca, y hacía esfuerzos increíbles para que no se notara su mirada errática. El Milico, adoptando una pose oficial, le preguntó:

-¿Este es su hijo?

-Es mi entenado. –contestó nerviosamente ella.

Entonces el hombre comenzó con cierta brusquedad a reconvenirle, culpándole por los atropellos que habían propiciado mi fuga, y asegurándole que las huellas dejadas en mi cuerpo, eran suficiente evidencia para un proceso por abuso infantil, y un sinnúmero más de serias amonestaciones. Ella, adoptando un tono conciliatorio, asentía a todo. Y para terminar, mi defensor le preguntó imperativamente:

-¿Entiende usted, señora, lo que le he dicho?

-Sí, sí. –respondía ella.

Entonces para rematar, él le aseguró que enviaría a alguien para cerciorarse de que todo estaría bien. Y así terminó aquel sainete verbal. Al despedirse, me dio una palmadita en el hombro, al tiempo que me decía:

-¡No te preocupes, campeón, que todo va a estar bien!

¡Campeón yo! Que volvía como un bumerán al lugar de partida, derrotado, y ahora a enfrentarme, sin ningún atenuante a mi favor, a los fiscales. ¡Y qué fiscales! Ni mis hermanos se atrevían a acercárseme, como si yo padeciera una enfermedad infecciosa. Me veían de lejos con rostros compungidos, como si vieran a un reo de muerte. Yo opté por irme a cierta distancia y me senté bajo una mata de naranja, y allí permanecí el resto de la tarde. Yo pensaba que esta aparente tranquilidad, parecida a la que precede la llegada de un ciclón, era seguro que se debía a que esperaban a que llegara mi padre, dado la gravedad del caso. Uno de mis hermanos vino y me trajo un plato de comida, que no probé, muestra de mi estado anímico.

Continuará…