-Por Caridad Krueger
Cuando tuvimos la reunión familiar el pasado mes de septiembre, mis hijos se sentaron alrededor de la mesa y empezaron a recordar, los tiempos pasados, su niñez, mi hijo Miguel les dijo esta anécdota que yo no sabía hasta ese día que él la contó.
“Era a finales del mes de Junio, hacía poco nos habíamos mudado para el estado de Oregón, mi mamá, había conseguido un trabajo de cocinera en un asilo de ancianos. Se tenía que levantar muy temprano, pero mi hermana Isa, era la encargada de alistarnos para ir a la escuela, y de preparar el desayuno. La verdad que mi hermana era como una segunda madre para nosotros, también nos ayudaba con las tareas escolares, aparte que ella ya estaba en High School
Mi mamá, tenía que trabajar, aparte del trabajo de cocinera, en lo que se presentara, en Oregón las cosas eran caras. Aunque mi hermana era su brazo derecho, yo, como el hijo mayor era «el hombre de la casa» mi mamá me lo repetía a diario, yo era responsable de cuidar a mis hermanos incluyendo a Isa que era la mayor, esto me hacia sentir muy importante.
Al poco tiempo me di cuenta que el salario que recibía mi madre, apenas nos alcanzaba para vivir, ella pudo pedir asistencia pública, pero, ella siempre nos decía que el trabajo enaltece a las personas, quería que no aprendiéramos a vivir de la caridad pública, por eso trabajaba a veces los fines de semana cuidando viejitos en casa particulares, (de noche, pues los Sábados íbamos a la Iglesia Adventista del Séptimo día.)
Un día un amigo me dijo que había una ruta de periódicos que estaban buscando un vendedor, en cuanto llegué a casa le pedí permiso a mi mamá para que me dejara vender periódicos, ella se negó, pues en aquella época, los niños eran los repartidores de periódicos, pero tenían que levantarse muy temprano, pues tenían que ir a la escuela. Yo le recordé a mima que yo era «El hombre de la casa» después de muchos ruegos accedió, así es que fuimos a ver al señor encargado de dar el empleo, y me lo dio.
El primer día yo tenia mucho miedo, pues la ruta que me habían asignado era en el barrio del este, uno de los más malos de la ciudad, pidiéndole a Dios que me protegiera, poco a poco me fui familiarizando con el trabajo. Era muy temprano y usualmente casi no habían transeúntes en la calle. Yo decidí no decirle nada a mi madre, pues si ella se enteraba en el barrio donde repartía los periódicos, me hubiera sacado inmediatamente, y yo sabía nuestra precaria situación económica, recuerden yo era el hombre de la casa, tenía una gran responsabilidad.
Una mañana, muy calurosa, yo venía con mi pesada carga de periódicos, listo para repartirlos cuando vi a un perro, era el perro más feo y mal oliente que he visto en mi vida, se veía que era un perro callejero, su aspecto era deplorable, yo me quedé sin aliento, pero por alguna razón lo miré a los ojos y le vi una mirada triste y casi bondadosa. Me dio pena con el pobre animal, y con cautela le pasé la mano por la cabeza, y le dije palabras de consuelo, el perro me siguió casi toda mi ruta y luego desapareció. Todas las mañanas el perrito venía yo le pasaba la mano, de vez en cuando le daba un hot dog que traía de mi casa pues me daba pena con el pobre animalito, pues se veía que pasaba hambre.
Pasó el tiempo, ya yo me había acostumbrado a la presencia de mi amigo, aunque mal oliente, pero muy cariñoso, pero esa mañana lo busqué con mis ojos y no lo vi, esto me extrañó, pues él siempre me estaba esperando, y me acompañaba por mi ruta, me asusté al pensar que tal vez lo había atropellado un carro, o había muerto de hambre, le pedí a Dios que lo cuidara, pues yo me había encariñado con el perro, cuando de entre las sombras apareció un perro, no mi amigo, un perro grande, me miró y se le erizaron los pelos del cuello, su mirada fiera, gruñía, y me di cuenta que estaba dispuesto a atacarme enseñando sus afilados dientes, yo me quedé paralizado del terror, este era un perro grande, yo no podía ni gritar, y hubiera sido inútil, pues la calle estaba vacía, cuando de pronto mi amigo apareció, y rugiendo como si fuera un león, se abalanzó sobre el perrazo, este, tal vez por la sorpresa salió como «alma que lleva el diablo!” Qué alivio sentí, le di gracias a Dios, por haberme puesto en mi camino este perro feo. Por eso nunca debemos juzgar a nadie por su apariencia física, pues como dice la Biblia Dios mira el corazón. También fue una lección para mi que uno debe siempre hacer el bien, este pobre perro feo y mal oliente, me salvó del ataque del perro grande. Si yo lo hubiera despreciado por su apariencia tal vez nunca hubiera regresado, y quien sabe que me hubiera sucedido, por eso sé que fue obra del Todopoderoso, que siempre nos cuida”.