El manual del vagabundo
Vicente Carballo
Continuación del capítulo anterior…
Al oscurecer, me fui de allí, convencido de que detrás de bastidores debía encontrarse una bien aceitada maquinaria represiva. La señora me llevó a su casa, y por unas horas viví en el paraíso, disfrutando del confort -desconocido para mí hasta entonces- de lo que debía ser una vida familiar. Vi televisión. Comí un potaje que me resultaba delicioso. Los hijos de Bárbara resultaron ser dos muchachos bobalicones que no parecían haber asomado las narices jamás a lo que era la efervescencia de la vida. Al día siguiente, bañado, comido y bien dormido, volvimos al cuartel o prefectura alrededor de las once de la mañana. Más o menos una hora después, llegó un oficial con uniforme verde olivo, que lo identificaba como un rebelde, que era como se llamaban entonces a los que combatieron durante la revolución. Le hicieron entrega allí de algunos documentos, y acto seguido, trajeron de la parte trasera del edificio, dos detenidos maniatados. Uno, cuya edad debía andar por los sesenta, de rostro demacrado, y noté que en el pómulo derecho tenía una laceración reciente, caminaba con paso lento, pero llevaba erguido el rostro. En una actitud resuelta, su acompañante, por otra parte era joven, que no debía pasar de los veinte años, traía la camisa rota y venía descalzo. Cuando el viejo llegó al salón, recorrió con la mirada los contornos, haciendo contacto visual con los presentes, y con inaudita resolución, comenzó a hablar con voz firme y desafiante.
-¡Todos los que ven aquí son unos esbirros abusadores! ¡Miren, me han golpeado. Hace dos días que no nos dan ni agua!
Los presentes, aun los guardias, quedaron perplejos por el enconoso exabrupto. El que lo había traído hasta allí trató de sacarlo a empellones, pero el reo se resistía, arreciando en sus ataques verbales. El oficial que venía por ellos trataba de calmarlo.
-Ya, abuelo, cálmese. Dígame, ¿quién le ha golpeado?
Bajando el tono, el hombre, al oír una voz solidaria, mirándole a los ojos, acusó a un tal custodio de nombre Rufino, y relató el infierno que había sufrido bajo el poder del, según él, despreciable sujeto. El uniformado, volviéndose al carpeta, lo apostrofó con palabras altisonantes.
-¡Sepa, compañero, que esta revolución se hizo para obrar con justicia! Y que yo personalmente voy a elevar esta queja al estado mayor, y caiga quien caiga, se hará justicia.
Estas palabras pusieron una sonrisa de simpatía en algunos de los que visitaban el lugar por razones diversas. Todo volvió a lo ‘normal’, y fue entonces que supe que abandonaba el lugar en compañía de los prisioneros. Se me indicó que saliera. Ya en la calle, subí en la parte delantera de un jeep del ejército, junto a los esposados y un custodio en los asientos traseros. Con el conato de la víspera, olvidé despedirme y expresar mi agradecimiento a Bárbara, y le rogué al teniente que lo hiciera la próxima vez que volviera por allí. El vehículo emprendió la marcha, y hasta ese momento creí cándidamente que me llevarían a Cevallos. Pero poco a poco de andar, el oficial me notificó que nos dirigíamos a Camagüey, o sea, a mi casa. Traté de explicarle porqué me negaba regresar a mi familia, e inclusive, le mostré las piernas, donde eran aún visibles los verdugones dejados por la correa en la última tunda. Se mostró compasivo, pero esto, ni los temores de que me molerían a palos si regresaba, hacían cambiar su resolución. Trataba de asegurarme de que nada me pasaría, que él hablaría con mis padres y les haría saber que no me podrían maltratar. Yo pensaba para mis adentros: «¡Qué poco conoces a los míos! Una vez que hayas abandonado la puerta de mi casa, se olvidarán de tus recomendaciones o amenazas.» De más está decir que el resto del viaje resultó agonizante. Tenía la esperanza de que se detuvieran en algún lugar y poner, como se dice: ‘pie en polvorosa’, pero mis esperanzas se desvanecieron totalmente cuando hicimos la entrada a los primeros edificios de los suburbios de la ciudad. Ahí me preguntó el guardia que si sabía cómo llegar a mi casa. Contesté afirmativamente y a partir de entonces le fui guiando hasta los arrabales, para agravar aun más mi crítica situación.
Había llovido y aún continuaba lloviznando, y las vías de acceso hacia mi domicilio estaban poco menos que intransitables, y esto pareció poner de mal genio al chofer que, visiblemente contrariado, empezó a proferir improperios y a perder la paciencia. Yo traducía esto como un gravamen para mi caso, pues si llegaba a entregarme en tan mala disposición, es probable que no fuera tan eficaz su defensa en mi caso. Y con estas preocupaciones, hicimos entrada a mis dominios. Una vez allí, descendimos del vehículo, y tomándome del brazo, me condujo hasta la puerta. Ya para entonces, empezaron a asomarse las cabezas de mis hermanos, que nos observaban con asombro y temor. Apareció mi madrastra con rostro desencajado, como si estuviera a punto de desentrañar un enigma fatídico. Era bizca, y hacía esfuerzos increíbles para que no se notara su mirada errática. El Milico, adoptando una pose oficial, le preguntó:
-¿Este es su hijo?
-Es mi entenado. –contestó nerviosamente ella.
Entonces el hombre comenzó con cierta brusquedad a reconvenirle, culpándole por los atropellos que habían propiciado mi fuga, y asegurándole que las huellas dejadas en mi cuerpo, eran suficiente evidencia para un proceso por abuso infantil, y un sinnúmero más de serias amonestaciones. Ella, adoptando un tono conciliatorio, asentía a todo. Y para terminar, mi defensor le preguntó imperativamente:
-¿Entiende usted, señora, lo que le he dicho?
-Sí, sí. –respondía ella.
Entonces para rematar, él le aseguró que enviaría a alguien para cerciorarse de que todo estaría bien. Y así terminó aquel sainete verbal. Al despedirse, me dio una palmadita en el hombro, al tiempo que me decía:
-¡No te preocupes, campeón, que todo va a estar bien!
¡Campeón yo! Que volvía como un bumerán al lugar de partida, derrotado, y ahora a enfrentarme, sin ningún atenuante a mi favor, a los fiscales. ¡Y qué fiscales! Ni mis hermanos se atrevían a acercárseme, como si yo padeciera una enfermedad infecciosa. Me veían de lejos con rostros compungidos, como si vieran a un reo de muerte. Yo opté por irme a cierta distancia y me senté bajo una mata de naranja, y allí permanecí el resto de la tarde. Yo pensaba que esta aparente tranquilidad, parecida a la que precede la llegada de un ciclón, era seguro que se debía a que esperaban a que llegara mi padre, dado la gravedad del caso. Uno de mis hermanos vino y me trajo un plato de comida, que no probé, muestra de mi estado anímico.
Continuará…
Debe haber sido terrible esa experiencia y el terror a la entrada de palos 🙂 Siempre me cortan el capítulo en la parte que más me interesa. ¿Lo hacen a propósito? Pues estoy loca por seguir leyendo.
Muchas gracias a Carballo por compartir su interesante historia.